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El Cura de Dallo

Personajes de Agurain

Don Isidoro Ruiz de Eguilaz
“EL CURA DE DALLO”


Kepa RUIZ DE EGUINO


EL CURA DE DALLO GUERRILERO REALISTA Y CONSTITUCIONALISTA

Hubo curas que lucharon en las guerrillas durante la guerra de la  Independencia, para continuar sus aficiones montaraces en la primera guerra civil (1833-1840).

Algunos, gran parte de su vida la gastaron en guerrillas. Gorostidi, el cura Merino, y luego más tarde el Cura Santa Cruz vivieron guerreando en todas las guerras que se iban sucediendo.
Tan santa les parecía la guerra de la Independencia, como las civiles o las carlistas que se sucedían con ritmo acelerado.
Muchos sacerdotes buscaron en el burladero de la guerrilla, el escotillón de escape para su vida sacerdotal desde principios del siglo XIX.

Las historias que a continuación se cuentan han sido recogidas de los Archivos de Agurain, Estella, etc.. y libros del siglo XIX y son, como dicen en las películas: “basadas en hechos reales”



Uno de estos sacerdotes fue conocido como “El Cura de Dallo”.

Así hablaba de él en una carta escrita desde Salvatierra a finales de 1850, el comandante del puesto de la Villa:

Don Isidoro Ruiz de Eguilaz, “El CURA DE DALLO”, Cura salvaterrano y Presbítero del pequeño pueblo de Dallo en la Llanada Alavesa, quien sirvió por sí hasta el año 1834, en cuya fecha tomó el mando militar del Cuerpo franco de ésta Provincia y continuó militando durante la guerra, alternativamente en uno u otro ejército, actualmente se halla condecorado con el título de Brigadier, y desempeña la Comandancia de la Merindad de Estella, habiéndose siempre conocido con el título de “EL CURA DE DALLO”.

Este sacerdote percibía los frutos decimales, además del cargo militar.

Salvatierra a 22 de Septiembre de 1850.

La tardía fecha de la carta demuestra que terminada la primera guerra carlista, el CURA DE DALLO (que pertenece al grupo la picaresca, según Pío de Montoya, en su libro “La intervención del clero vasco en las contiendas civiles 1821-1823”) prefirió la carga militar a la carga pastoral, aún cuando abandonando ésta no tuviera repulgos en seguir mordiendo el pan beneficial. Tampoco lo tuvo en luchar. “alternativamente en uno u otro ejército”

Acostándose en su preciso momento, del lado de la victoria, lo que le valió la charretera de Brigadier y la Comandancia de la Merindad de Estella.


Las aventuras del Presbítero salvaterrano Don Isidoro Ruiz de Eguilaz, alias el “Cura de Dallo” de cura a Brigadier de la Comandancia de Estella

Don Isidoro Ruiz de Eguilaz, alias el “cura de Dallo”, aldea de doce vecinos en la Llanada de Alava, situada entre Agurain y Vitoria, era por los años de 1828 a 1830 un presbítero de rompe y rasga, que por su porte y soltura, con un garbo y gentileza, con su sotana y balandrán y su sombrero de teja, unas veces ladeado sobre la sien derecha, y otras tirado sobre la nuca, parecía ir, más que vestido, disfrazado de sacerdote.

De aventajada estatura y gallardía, poco afecto a su parroquia y menos al estudio; cura por oficio y no por vocación, recibía los diezmos y primicias, celebraba misa los días de fiesta y en algunos de los de labor, y pasaba las tardes con los curas de los pueblos inmediatos jugando a la malilla, el mediador, al mus, a la brisca, a la barra y a la pelota en el frontón de Salvatierra a donde se acercaba a lomos de su caballo y dedicándose a cuanto pudiera distraer su espíritu y mantener en actividad su inquieta y bulliciosa naturaleza; Aunque, no era lo que se dice un cura escandaloso.


En tal situación de espíritu se encontraba cuando acaeció la muerte del Rey Don Fernando VII. Proclamándose  a Carlos V y ante la seguridad e inminencia de una guerra, todo fue movimiento y tumultuosa vida, estruendo de armas y anuncios de próxima y rudísima campaña.

Se oía por todas partes el eco de los tambores y cornetas, y para nadie pudiera decirse que se había dispuesto el toque de llamada y tropa con más oportunidad que para el cura de Dallo.

Fue para él una revelación; lo que abría su corazón a la esperanza y al nuevo mundo de ilusiones.

DON JOSE DE URANGA


Dirigía por entonces en Vitoria todo lo concerniente a la organización, armamento y equipo de los tercios, futuros batallones alaveses, el Brigadier Don José Uranga, veterano de la Guerra de la Independencia  y de las sublevaciones de Salvatierra de 1821, pero superlativamente pacato.

A él se presentó el Cura de Dallo, expresándole su deseo y firme resolución de servir en el ejercito que se comenzaba a crear.

Agradeciéndole Uranga su oferta, y muy ajeno de pensar que pretendiese ejercer otras funciones que las de su sagrado ministerio, le dijo que, pues hasta aquel momento no se había provisto plaza alguna para capellán, podía indicar cual fuera el tercio en el que deseaba prestar sus servicios y en el acto quedaría complacido.

El cura le escuchó con una mezcla de indignación y de desprecio, contestándole con el mayor desenfado que no pensaba consentir que otra vez le afeitasen la corona, que se presentaba no para ser capellán, sino soldado; que para manejar el hisopo y la crismera de la Extremaunción, bien se estaba en Dallo, y nunca hubiera salido.

Que lo que pedía y deseba era un caballo y un chafarote, para hacer lo que antes había hecho el “Cura Merino”, y aún más, si era favorecido por la suerte.

Tan grande como el desparpajo del cura maleante fue el asombro de casi místico Uranga, quien, levantándose de su asiento y con santa ira exclamó:


EL CURA MERINO

“Como osas ¡un ministro del Altísimo, profanando de tal suerte su augusto ministerio!. ¡Salga de aquí inmediatamente!, vuelva a su parroquia y no se me ponga delante en todos los días de su vida!.

(“Quien hubiera dicho a Uranga que cuatro años más tarde, en Julio de 1837, siendo él Capitán General de Navarra y de las Provincias Vascongadas durante la expedición de Don Carlos, aquel cura sería el valentísimo Coronel que guiando la columna de asalto, le había de hacer dueño de la Plaza de Peñacerrada y una año después le había de defender fuera de su recinto, con admiración de sus enemigos”)


Sin alterarse lo mas mínimo, y con la calma del hombre que ha tomado una resolución irrevocable, replicó el presbítero Eguilaz que, decidido como se hallaba a tomar parte activa en la guerra, le era indiferente pelear por una u otra causa; que si no se le admitía como carlista, pronto le verían corriendo en el bando isabelino.

Ante la segunda repulsa no menos enérgica que la primera del Brigadier, se retiró el cura, no sin burlarse de los escrúpulos del buen Uranga, a quien calificaba de mentecato.

Se dirigió a Miranda, y allí gestionó con tenaz perseverancia para obtener permiso para organizar y mantener de su cuenta y riesgo una partida; y aunque poco afortunado al principio, vio al fin realizado su proyecto.


DON ISIDORO “EL CURA DE DALLO Y LOS “PESETEROS”

En la primavera de 1834 ya merodeaba al frente de 16 hombres ágiles y robustos, y tan resueltos para cualquier lance supremo, cuanto que sabían muy bien, por haberlo manifestado francamente su improvisado caudillo en el acto de enganche, que ser cogidos y ser fusilados no serían quizás dos actos simultáneos pero si irremediablemente sucesivos.

Ración de etapa, peseta diaria, éste era el sueldo convenido y lo que en las salidas se pudiese garbear con las manos, eran gran aliciente para continuar, como había sido poderoso llamativo para que acudiesen  aquellos perdularios, que recibieran el nombre de peseteros, para quienes el trabajo honrado y metódico era una especie de castigo que habían tolerado, pero que ya no se hallaban dispuestos a sufrir.

Bien pronto llegó a ser el “Cura de Dallo”, el terror de toda la provincia de Alava y el asombro de sus enemigos por la audacia de sus empresas.

Unas veces desde  Miranda y otras desde Vitoria, asaltaba y prendía a los pequeños destacamentos de carlistas, enviaba para cobrar los derechos de aduanas, que habían impuesto, ó recoger raciones de los pueblos, a las recuas cargadas de víveres; a las que iban desde la Rioja con vino para los batallones alaveses ó vizcaínos, al sastre que para ellos hacía uniformes o prendas de abrigo, al zapatero  que les hacía el calzado nuevo o remendaba el que se les había deteriorado, al herrero que preparaba las herraduras para los caballos, al guarnicionero que les había proporcionado alguna silla o algún herraje o correaje, al que les suministraba las alpargatas.

En una palabra a todos los que directa o indirectamente, armados o desarmados, les proporcionaba algún auxilio de grado o por fuerza, lo cual nunca se detenían a investigar.

Era para los carlistas y para los pueblos con cuyas simpatías y recursos podía contar lo que el lobo al rebaño o el raposo para los gallineros.



“LOS PESETEROS” Y LA GUERRA DE GUERRILLAS DEL CURA DE DALLO

Acometía sus empresas siempre de noche y las terminaba al amanecer, éste sistema, entonces frecuentemente seguido por los carlistas, le proporcionaba la doble ventaja de la sorpresa y una fácil retirada a favor de la oscuridad en el caso de un contratiempo repentino.

La misma temeridad de sus incursiones acrecentaba su fama, pues se suponía que era el resultado todo ello de sus calculado planes, cuando no lo era mas que de un gran desconocimiento de la situación en que se hallaban sus enemigos, pues al lado de sus grandes cualidades de guerrillero, adolecía de un defecto capital, que en cien ocasiones pudo haber sido causa de que acabaran trágicamente sus hazañas.


 

Era tan imprevisor, tan negligente en lo más esencial, o tan confiado en su buen estrella, que jamás se valió de confidentes ó espías propios y bien retribuidos, fiándose en cambio del primer avenedizo que encontraba sin cuidarse de que pudiera ser amigo o enemigo.


A veces trataba de sorprender a un pueblo y se encontraba que se había metido en la boca del lobo; con que aquel pueblo, y los que dejaba a su espalda o a sus lados, estaban ocupados por algunos batallones carlistas entonces daba muestras de su inventiva para salir del apuro o a la soltura de sus piernas y las de su gente para ponerse fuera del alcance de sus perseguidores.

Esa misma impresión, ese inconcebible abandono fue causa de acometerse una temeraria empresa, que por su buena suerte se encontró en la más cómica y grotesca de cuantas aventuras hubiese podido imaginar.

La Villa amurallada de Agurain en 1831


LA AVENTURA DE LOS SASTRES DE CONTRASTA

Trasladó su base el CURA DE DALLO a Salvatierra, la vieja Agurain, Villa fuertemente fortificada en aquellos años, como punto estratégico  para sus salidas en todas las direcciones, no sólo de la provincia de Alava , sino también de una gran parte de las de Guipúzcoa y Navarra.

Revolvía en su mente caer una noche sobre Contrasta y prender a veinte sastres que, en trabajaban para los carlistas en esa población y creyéndose muy seguros se ocupaban de cortar y coser tranquilamente los uniformes de los hombres de Zumalakarregui.


Era bien sabido que la Villa de Contrasta, situada en el extremo oriental del Valle de Arana y principio de las Amescoas, era con los pueblos inmediatos una especie de cuartel de invierno de las tropas de Don Carlos, que allí iban a descansar de las frecuentes y largas marchas, o a prepararse para otras, arrancando de aquel valle como de base única de sus operaciones.

Era muy expuesta a un serio contratiempo cualquiera tentativa contra los sastres de los carlistas, sin asegurarse antes de que los batallones navarros o alaveses habían dejado momentáneamente aquella comarca, había que aprovechar un claro, como en medio de una tormenta o de una tempestad.

Cierto martes en que paseaba por la Plaza de San Juan, por el medio del mercado, probablemente madurando su proyecto o afirmándose en su propósito  de prender a los sastres, quiso su buena o mala suerte que viera a un aldeano recien llegado para hacer sus compras en la Villa.

La fortificada Villa de Contrasta

Le llamó, le preguntó de donde era y de donde venía, y ¡oh felicidad! El individuo en cuestión era y venía del Valle de Arana, del mismísimo Contrasta, de donde había salido hacia unas pocas horas.

De pronto y de sopetón, como se suele decir, le manifestó que era el Cura de Dallo, el anuncio produjo en el aldeano el mismo efecto que le habría producido el verse de improviso entre las  astas de un toro.

Tal debió de ser la cara que puso el de Contrasta, que el Cura le sujetó el hombro y tranquilizándole, tanto más cuanto que sin preámbulos ni retóricas y con su acostumbrada ligereza, le dijo que se valdría de él para un servicio importante que no quedaría sin recompensa; así como , que no podía contar cuanto menos con doscientos palos sobre un tambor, o quizás según las circunstancias del caso, con un decoroso fusilamiento, sino le servía como él deseaba.

Después de éste exordio, y como si se tratara de un amigo o confidente de probada lealtad, le preguntó si en Contrasta ó en sus inmediaciones había algún batallón o algún considerable destacamento carlista, y con la resulta negativa del campesino, que le aseguró no haber visto ni oído que hubiera en aquella comarca un solo soldado de Don Carlos pues habían marchado con Zumalakarregui a la Ribera de Navarra.



El cura continuó la charla y reveló sus proyectos con todos sus pormenores; comenzó explicándole de cómo trataba de prender a los sastres, para lo cual saldría aquella misma noche de Salvatierra con sus dieciséis hombres y a la medianoche a las doce en punto estarían a cien metros de la primera casa del pueblo; y que allí habría de estar el aldeano provisto de un eslabón y de un pedernal ; sacando de él chispas hasta tres veces, si no había novedad y la entrada estaba libre.

Don Isidoro, el cura de Dallo miró muy serio al pobre hombre y le dijo que su grupo una vez vista la señal avanzaría sigilosamente hasta encontrarse con él y que éste les acompañaría para indicarles las casas donde se albergan los sastres.

Jamás a tan insigne imprudencia se correspondió con tan grande bellaquería, pues precisamente al salir de Contrasta el aldeano acababa de entrar el general Zumalakarregui con tres batallones navarros, que quedaban alojándose en el pueblo.

Esta circunstancia hace suponer que fuese uno de los numerosos confidentes del caudillo carlista, que le habría enviado a explorar la Plaza de Salvatierra y la Llanada Alavesa.

¡Qué placer tan maligno como intenso el que le produjo al campesino en el corazón la idea  que le cruzó por el cerebro!.


¡Ayyy Cura de Dallo!....¡Cura de Dallo!

¡Sombra y terror de los pueblos de la Llanada!.

Ya caíste en tu propia trampa, se dijo para su interior poniendo cara de buena persona y prometiéndole al confiado Eguilaz cumplir fielmente su encargo.



EL REGRESO A CONTRASTA

Salió feliz de la Villa de Salvatierra por el Portal de Rey, con dirección al Puerto de Opacua, para subir a la Sierra Encia, con la seguridad que pondría en aquella noche sangrienta fin a las aventuras del más temido enemigo de toda la Llanada, nada menos que al Cura de Dallo.

Montó en su caballo y volando, más que corriendo se dirigió a Contrasta para comunicar al General Zumalakarregui la fausta nueva de que el cura guerrillero alavés iría aquella noche a ponerse en sus manos.


Torre del Portal del Rey, tal y como se encontraba en 1834, dibujo de Ruiz de Eguino


Atravesó la Sierra de Entzia y bajó el Puerto Opacua, dejando a la izquierda los caminos que van a las Amescoas y tomando el de la derecha descendió hasta el Valle de Arana, entrando en Contrasta a gran velocidad mirando a todos los lados buscando los batallones de carlistas que habían llegado a la mañana.

Pero al llegar a la Plaza y una vez atravesado el túnel que está bajo la Iglesia, se encontró que el general, por uno de aquellos instantáneos y rápidos movimientos que le caracterizaban su estrategia, había salido con sus batallones dos horas antes, con dirección a tierras navarras, no sabiendo si hacia Eulate, donde tenía otro de sus cuarteles generales o hacia la Sierra o a cualquier otro pueblo de las Amescoas. Sin que pudiera adivinar donde se podría encontrar en aquellos momentos.

Corrió el pobre aldeano en su busca, pero fue en vano, en plena desesperación se fue hasta los pueblos cercanos con la esperanza de que en alguno de ellos hubiera algún batallón de carlistas alaveses, o al menos alguna partida que supliera la falta de los navarros; pero todo fue en balde; hacia mucho tiempo que en aquellos pueblos, valles, montes y barrancos no había reinado tan profunda y desconsoladora soledad.



Sin tiempo a reaccionar y sin dejar de correr de un lado para otro, le había sorprendido la noche en su agitada e inútil correría y a medida que avanzaba el tiempo crecía el peligro y emprendió el camino de vuelta, antes de llegar a Contrasta se juntó con un joven aprendiz de sastre, al que nerviosamente le contó lo sucedido y juntos decidieron reunir a los sastres para intentar salvarlos.

El Cura de Dallo ya habría salido de Salvatierra y por cualquier accidente podría adelantarse  y realizar su proyectado secuestro por sorpresa.

Perdida toda esperanza de copar al adversario y sus “peseteros” ya sólo pensaba salvar a los sastres con la ayuda de aquel joven y rendido por la fatiga volvió a la Villa de Contrasta, ambos fueron avisando apresuradamente casa por casa a aquellos infelices del gravísimo peligro que se amenazaba.

No hay que ponderar el efecto que en tan modestos artesanos produjo la noticia de que el “Cura de Dallo”, el tremendo y sanguinario “cura de Dallo” terror y espanto de la provincia venía en su busca y estos momentos se hallaba con su partida de guerrilleros atravesando Opacua a muy poca distancia de la Villa de Contrasta.



Azorados y aturdidos saltaron de las camas, en que la mayor parte de ellos se hallaban ya tranquilamente acostados, se vistieron apresuradamente y cogieron cada uno su fusil, arma en ellos tan inofensiva, como en la casi totalidad de los dignatarios y empleados civiles el espadín que completa su uniforme, corrieron a reunirse a la casa del sastre principal para enterarse a cerca del punto donde habían de dirigirse en su retirada o donde poder esconderse de las partidas del cura de Dallo.

Difícil es comprender la escena de angustia que se ofrecía en aquella reunión de espíritus profundamente consternados. Pálidos, temblorosos, aumentando en cada cual el desconcierto con el que se advertía en los rostros de sus compañeros de oficio, sólo pensaban en huir, pero pronto y muy lejos internándose en las sinuosidades y asperezas de los montes y llegar hasta la Sierra de Urbasa, sin que les ocurriera ni aun favorecidos por la oscuridad de la noche, hacer uso de los fusiles para defenderse.

En medio de tal desconcierto y de terror tan profundo, el valor y la dignidad humana se habían refugiado en el corazón del joven aprendiz de sastre, adolescente de dieciséis años, conocido por “lirón”.

Pálido también y convulso, más no de miedo, sino de ira al ver aquellos maestros y oficiales de tijera y aguja se disponían a precipitarse por las escaleras para huir azorados y con mortal pavura, no pudo ya contenerse y rompiendo el silencio que modestamente hasta entonces había guardado y dando en el suelo un golpe con la culata de su arma exclamó con el acento de la mayor indignación: “Señores, no es mala vergüenza, que veinte hombres barbados, armados de fusiles, hayan de correr como unas liebres delante de dieciséis “peseteros”, sin contar con el cura, que no traerá fusil, y será para el caso como si no viniera?.


Si mañana vuelven estos terribles navarros que han salido de aquí esta tarde, y se enteran del caso, ¿no resonará, al ver a cualquiera de Vds. Una silva que atruene los Valles de Arana y de las Amescoas?.

Y el mismo general Zumalakarregui, cuando sepa lo ocurrido. ¿No emprenderá con Vds. A latigazos y puntapiés? ¡Por el contrario, que gloria para todos nosotros si cogemos la partida de "peseteros" y nos presentamos al General diciéndole- Aquí tiene V.E. al "Cura de Dallo con toda su parroquia!.

Quería cogernos y nosotros lo hemos cogido, ¡vino por lana y se quedó trasquilado!.

Señores, nada más fácil que cogerle, preparémosle una emboscada, nos esconderemos detrás de los matorrales que cubren el borde del camino a la entrada del pueblo.

¡ Se dá la señal, avanza, hacemos una descarga a dos pasos de distancia, matamos a diez o doce hombres y ya no nos quedan más que cuatro o seis; les cortamos la retirada, y no les queda más recurso que morir o entregarse y rendirse.

¡Ea, Señores, manos a la obra: Aquí está el que ha de hacer la señal, no hay tiempo que perder. ¡Andando!.

  Así diciendo sin pensar en su clase de aprendiz y subordinado, sintiéndose muy superior en aquel momento a los oficiales y aún más a los maestros; salió el primero, siendo maquinalmente seguido por todo el pelotón de sastres y constituyéndose en su capitán.

   De tal manera y tan profundamente les había impresionado con el temor de lo que pudieran hacer con ello el ejercito del General Zumalakarregui.


Llegó el imberbe é improvisado caudillo al punto que habían indicado como más a propósito para la emboscada, el lugar donde se encontraban los matorrales más espesos, que a manera de muro cubrían los bordes del camino a la entrada del pueblo; colocó en fila a su gente, tan cerca de la maleza, que casi fuese fácil a todos y cada uno de los emboscados dar con la boca de su fusil en la cabeza de los contrarios.

Ordenó terminantemente que nadie disparase hasta que él diera a orden de fuego, con su carabina, que todos estuvieran atentos a su voz, guardando entretanto el más profundo de los silencios; y finalmente al campesino, que no los había abandonado ni un solo momento le encargó que se situara en el camino a la izquierda de la emboscada, que estuviera atento al ruido de los pasos que revelarían la llegada de los “peseteros”, y que una vez hecha por tres veces la señal convenida, se retirase al pueblo, para no ser víctima de algún disparo de los unos o de los otros.

¡Qué momentos tan terribles para los sastres, los que aquella media hora que tuvieron que esperar a que llegara el momento supremo. Temblaban como azogados, apenas podían sostenerles sus piernas y parecía oprimirles el nudo de la garganta; si se hubieran visto, no se hubiesen conocido; sólo la sombra de Zumalakerregui que imaginaban vagar como un fantasma en medio de la oscuridad, podía hacer que permaneciesen en aquel puesto.


A punto de dar las doce, en la oscuridad de la noche se oyeron por el lado derecho y ya muy cercanas, como dijo el poeta “tácitas pisadas huecas”. No cabía duda allí estaba el Cura de Dallo con sus “peseteros”.

El terror subió de punto y se suspendió toda respiración. También se suspendió el ruido de los pasos; la partida había dado alto, esperando la señal: una suave y fingida tos fue la petición al que se tenía por cierto que estaría alerta y a la espera.

Bien pronto brillaron en la oscuridad las chispas arrancadas por el eslabón del pedernal; brillaron por segunda vez después de un intervalo y al poco volvió a relucir la tercera, la partida avanzó resueltamente, entrando en el espacio cerrado de los matorrales.

Entonces Lirón disparó su carabina y simultáneamente sonaron doce o catorce tiros.


No se oyó ni un hay, ni una exclamación: sólo se oyó el ruido de la tumultuosa carrera, los sastres en aquel momento héroes a la fuerza corrieron tras de Lirón sin darse cuenta de lo que hacían y disparando al aire sus fusiles los que lo habían hecho al tiempo de descarga en el matorral; como usaban zapatos en vez de alpargatas, sus acelerados pasos y el ruido que producían en su carrera hacían que pareciese triple el número de los perseguidores, aumentando el temor y espanto de los fugitivos.

Para hacer creer al enemigo que era cuando menos un batallón el que les acometía, gritaba Lirón: ¡A la carrera, los cazadores!..¡a cortar, ..a cortar!.

Los sastres le seguían, que no eran por cierto cazadores, trataron de cortar y cortaron, más no a lo militar, sino a lo sastre; mientras los “peseteros” del cura de Dallo corrían instintivamente hacia la izquierda para no ser cortados, los sastres con idéntico instinto, corrieron hacia la derecha para que no los cortaran; el corte había resultado como el de la espalda de una levita, cuyas costuras van en opuestas direcciones y forma de abanico.



Sobre el pobre Lirón, animoso y entusiasmado, corría en línea recta al borde del camino, ansioso de vérselas con el cura, si no había muerto con los tiros de los sastres y corría y anhelaba aquel combate personal sin caer en la cuenta de que no había tenido la precaución de volver a cargar la carabina que se encontraba vacía desde que tiró el primer cartucho entre los matorrales.

Había corrido un buen trecho cuando advirtió que no se oían más pisadas que las suyas, se paró, escuchó, y sólo oyó a lo lejos por la izquierda, el ruido de los chaparros que hendían y rajaban en su fuga los “peseteros”; miró hacia atrás y no vio sombra ni bulto que le siguiese.

Al encontrarse abandonado por los suyos, en medio de su victoria y con el desconsuelo y la ira de no haberle completado por la cobardía de los maestros y oficiales, cargó su escopeta y se volvió, resuelto a pegar un tiro al primero que encontrara, sastre o “pesetero”, tal vez a los últimos con menos coraje que a aquellos, por razones que sabía muy bien que se asistían.

Todo el resto de la noche anduvo por las inmediaciones de Contrasta en busca de sus compañeros, pero inútilmente. Sólo Dios y los sastres sabían donde se hallaban ya en aquellos momentos.

Sólo le quedaba ya una esperanza, que era para él un consuelo; le faltaba explorar el campo de batalla para contemplar el estrago que le habían causado a la partida de los “peseteros”.

Tan pronto como amaneció se acercó al matorral de la emboscada en la entrada del pueblo y miró atentamente al camino; y no había muerto que levantar, ni herido que curar , ni reguero de sangre que indicara haberle rasgado a alguno el forro de las camisas.

Los sastres habían disparado sus fusiles como cohetes, es decir, hacia arriba y no al frente, contra los guerrilleros.

  Entre tanto, el cura de Dallo, más afortunado o más resuelto que sus compañeros de aventura, había conseguido traspasar el Puerto de Opakua y llegar exhausto a la salida del sol  a su guarida, en la amurallada Salvatierra.


A LA MAÑANA SIGUIENTE EN SALVATIERRA

Se presentó a la mañana siguiente al jefe de la guarnición, comandante de Plaza de la Villa, le refirió a su modo lo ocurrido y con los puños crispados por el cólera, juró por el cielo y por la tierra, y que había de hacer pedazos menudos a aquel belitre de aldeano.

El cura de Dallo gritaba mirando hacia el cielo;  ¡traidor, ramplón! alegando que le había armado la zalagarda de meterle alevosamente en medio de tres o cuatro batallones de carlistas navarros, y cuya furia había logrado salvarse gracias a sus buenas piernas, pero a punto de perder a casi todos sus hombres, a quienes ya había dado por muertos.

Procuró el jefe de la guarnición consolarle, diciéndole que tales y mayores fracasos y accidentes ocurren en la guerra; que aquel mismo y no otro había tenido la culpa, por haberle confiado a un desconocido, que de seguro sería un faccioso como una loma.

Que si aquella empresa le había salido mal, otra le saldría bien y después de todo y bien considerado el caso, la traición del aldeano de Contrasta, que tanto le había exasperado, no era mayor, no tan grande como la que el mismo cura le había propuesto y exigido al pretender que entregara él a los pobres sastres, sus alojados y convecinos y de seguro sus correligionarios.

El cura a pesar de su impresionabilidad y de sus arrebatos, era hombre de regular criterio, y como suele decirse de buen componer, se aquietó en lo posible, trasladándose a sus alojamientos en la Calle Mayor de Salvatierra a meditar sobre la instabilidad de la fortuna y de los percances de su vida aventurera.


SEGUIR A 2ª PARTE --------------------------->>>> "EL CURA DE DALLO" (II)


 
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